EL METEORO
Presentamos este notable y poco conocido relato del bergantín “Meteoro” y su aventura en los mares en el año 1859. Fue escrito por Benjamín Subercaseaux y publicado en “Tierra de Océanos”, editorial Ercilla, el año 1946 y reeditado el año 1965.
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Creo que ya es tiempo de que demos entrada en estas páginas al gran océano abierto a la hazaña marinera, al soplo del viento, sin otro límite que ese horizonte como una prisión perfectamente circular que encierra, no obstante, la liberación máxima a la que puede aspirar el ser humano.
Para ello será preciso que volvamos a la época en que fue fundada la colonia de Magallanes, abastecida por algunos veleros de la Armada y que establecían la comunicación entre el apartado estrecho y “Chile” (ya que hasta nuestros días parecen no ser una misma cosa).
Estamos en 1859. Dieciséis años han transcurrido desde la toma de posesión hecha por Williams en la goleta “Ancud”. En esos días de comienzo de año, los bergantines “Meteoro”, de la Armada de Chile, y el “Pizarro”, del Ministerio del Interior, habían cumplido su cometido de aprovisionar a la naciente colonia. Ahora debían iniciar el regreso a nuestras costas.
Pero es más fácil decirlo con palabras que realizarlo con hechos, cuando es un velero el que ha de hacerlo; un velero “sumergido” en el estrecho y obstaculizado por los vientos que le impiden la salida al pacífico.
El comandante Martín Aguayo, del “Meteoro”, y Francisco Hudson, del “Pizarro”, llevaban unas buenas semanas dando bordadas. En cada una, el abatimiento les hacía perder más de lo que ganaban en distancia recorrida. Las tripulaciones estaban agotadas con este juego de caer sucesivamente a babor y estribor, braceando el velamen correspondiente, y ejecutando toda la penosa maniobra que representa una virada y –sobretodo— cientos de viradas para quedar a la postre casi en el mismo lugar que el día anterior.
En una de las tantas recaladas forzosas que hicieron a lo largo del estrecho, fondearon ambos buques en Port Famine. Los comandantes aprovecharon de la ocasión para celebrar consejo y ver modo de salir del atolladero. ¡Porque a este paso no llegarían nunca a Valparaíso! Además estaban en febrero y no tardaría en presentarse el equinoccio de verano con sus grandes olas y malos tiempos, que en el extremo sur suelen ser doblemente intensos.
Continuar la ruta hacia el pacifico parecía una testarudez. Los viejos veleros de las expediciones coloniales habían tardado hasta cuatro meses y más en tentar la aventura. No lo ignoraban los capitanes chilenos. Decidieron, pues, volver las espaldas al Pacífico y salir por el Atlántico. Una vez ahí, virarían al sur y “darían la vuelta” por el cabo de Hornos.
El proyecto era atrevido pero no irrealizable, ya que ése era el derrotero habitual de los veleros. Ninguno de éstos, antes de la aparición de los motores auxiliares, se aventuraba a cruzar por otra parte, debido a las fuertes corrientes que les oponía el estrecho, y a sus vientos caprichosos, tan pronto furibundos y contrarios, como débiles e impotentes para contrarrestar el torbellino de las aguas plácidas pero traidoras que los arrastraban a las rocas. Había sí, un punto dudoso en el proyecto de nuestros capitanes, y era el equinoccio vecino, que tan pronto podía adelantarse como retrasarse. Si ocurría lo segundo, los malos tiempos los cogerían a la altura de Chiloé, fuera de todo peligro; si se adelantaba los atraparía en la región del cabo, en la época más temida por los navegantes: cuando impera el norte.
Hombre decididos y de gran pericia náutica, Aguayo y Hudson acordaron que si la luna hacía con viento del este, llevarían a cabo el regreso dando la vuelta por el sur. Por lo demás, había que hacerlo: las tripulaciones –ya lo hemos dicho—estaban agotadas por el continuo bregar en los canales, y era pedirles demasiado que continuaran el derrotero que ya se había mostrado impracticable.
Cuando el “Meteoro” salió al Atlántico, hacía dos días que el “Pizarro” los había precedido. Tal vez el otro había tenido mejor suerte, porque en lo que a éstos se refiere, el Atlántico les había mostrado su peor cara: una sucesión de chubascos de nieve y brisas variables y frescas del 3º y 4º cuadrante. A menudo habían tenido que tomar la capa. Decididamente el equinoccio, contrariando los pronósticos meteorológicos de nuestros capitanes, parecía haberse adelantado…
Siguieron navegando, no obstante, lo más al sur posible para tomar un buen resguardo al temido peñón del cabo. Habían alcanzado hasta la longitud 60º 40´S.
(Nota del Autor a pie de página: En ese tiempo no se conocía bien la meteorología de la región del cabo. El paralelo 60 está excesivamente al sur. Lo que se aconseja ahora, para el mes en que se hizo la travesía (y más viniendo el este), es lo contrario, o sea, no apartarse mucho del cabo, cuidando sí de no dar contra las islas de Diego Ramírez, que suelen ocultarse en la bruma).
El comandante Aguayo –que según parece no las tenía todas consigo—comenzó a preparar al “Meteoro” contra cualquier evento: las anclas de leva fueron echadas adentro y trincadas al pie de carnero, a popa del palo trinquete; estibaron las cadenas en sus pañoles y taparon herméticamente los escobenes. Para aligerar la parte alta del buque, calaron el mastelero de juanete de proa y las vergas correspondientes. Reforzaron también la arboladura, colocando más brandales y contraestayes. Hasta el botalón de foque fue zallado y trincado en cubierta; el bauprés quedó con su jarcia indispensable, y todo aquel bergantín fue transformado en un ariete dispuesto a acometer lo que se le pusiera delante…
Más tranquilos con estas precauciones, continuaron navegando. El cielo estaba cubierto de espesas nubes negras; terroríficos cúmulos y nimbus que desfilaban en atropellada cabalgata empujados por el viento del sudweste. Durante el día la marejada era muy soportable y la vida a bordo no sufría mayores trastornos: funcionaba la cocina; los marineros cantaban sus canciones, bien enfundados en sus ropas de lana. Como casi no había maniobra que realizar, se lo pasaban en cubierta, jugando, disparando a los pájaros carneros que cruzaban como aves de mal agüero. A veces caía una de éstas y se posaba malherida sobre las aguas turbulentas. En cuanto la veían las otras, le caían encima y la ultimaban a picotazos. Era una entretención como cualquiera para estos niños del mar que son los marineros; pero en ningún caso era un entretenimiento permitido dentro de las viejas supersticiones marineras…
Esto ocurría durante el día; pero llegaba el atardecer, y con él la puesta de sol, y entonces el maldito sudweste arreciaba en tal forma que, al caer la noche, ya era un temporal de capa, con los consabidos balances y aullidos del viento…
Fue así hasta el 7 de marzo, fecha en que cortaron el meridiano 67ºW., a unas 250 millas de la costa: les faltaban poco más de 16 millas para pasar por el meridiano del cabo de Hornos. En verdad, podían considerarse relativamente seguros: el cielo estaba despejado y un sol pálido iluminaba el crepúsculo perenne del viejo paso de Drake; soplaba una suave brisa del sur, y el mar no presentaba otra dificultad que ola ancha, tan espaciada una de otra que tomaba cuadras entre cresta y cresta. El bergantín subía por ellas apretando los pies de los hombres contra la cubierta, y luego bajaba majestuosamente en un crujido de obra muerta que dejaba un vacío en el vientre y como un frío en la coronilla. El aire salino hacía sentir su sabor acre en los labios. Era uno de esos momentos precisos en que todo confluye para hacernos sentir agradablemente lo que son el mar y el orgullo de ser marinos. Las velas hinchadas brillaban allá arriba bajo el sol: la brisa no era muy fuerte. Se estaba bien protegidos por la alta amurada. Hasta se lograba divisar a veces, sobresaliendo de ella, el dorso verde y rumoroso de una ancha ola que pasaba despidiendo su resolana y su murmullo, para luego desaparecer cuando el buque comenzaba un nuevo ascenso. Por allá arriba, cuando montaban sobre la cresta de una nueva ola, nada se veía por encima de la borda, como no fuera el cielo diáfano descolorido por la palidez austral…
Si; nuestros tripulantes podían sentir ese escozor de orgullo del que está doblando el cabo de Hornos sin mayor tropiezo.
Pero el mar es así, caprichoso, y nunca sabemos lo que traerá después. Porque vino la puesta de sol (¡ah el momento crítico en los mares chilenos!), y la brisa del sur comenzó a refrescar y a rondar hacia el weste, obligando al “Meteroro” a seguir su ruta amuras a estribor, lo que no favorecía precisamente su derrota. Las olas no se contentaban ahora con mostrarse en perspectiva sobre la borda, sino que de tiempo en tiempo lanzaban un escupitajo que azotaba la cubierta con ruido de látigo blandido por el viento. Este último siguió rondando y terminó por fijarse en el norte absoluto.
Fue preciso ponerse a la capa.
El barómetro (mala seña) se dio a bajar con rapidez. A las cuatro de la mañana (¿creyeron acaso que iban a dormir frente al cabo de Hornos?) la tempestad era manifiesta.
Cuando la campana de a bordo picó a esa hora sus cuatro dobles consecutivos, que el viento se llevó así, secos, como si sonaran en el vacío, el comandante llamó: todo el mundo a cubierta. No hubo cambio de guardia de mar: todos estarían de guardia.
En medio del horrible balance, los grupos fueron distribuidos para las diversas faenas. Unos aseguraron las portas de los cañones (por fortuna los habían dejado en Valparaíso). Las hicieron firmes con vigas de madera, trincadas con tortores de la amurada. (Ahora, ¡suéltate si puedes!) Otros aseguraron los cuarteles de las escotillas, calafateándolos nuevamente y poniéndoles el encerado. Dejaron solo dos aberturas pequeñas, una a proa y otra a popa, cubiertas con “carrozas”, que permitían un estrecho paso al entrepuente y a la cámara de oficiales. Los botes fueron sólidamente trincados, y se estableció la consabida red de cabos a los largo de las amuradas para evitar que algún golpe de mar arrastrara a la gente por encima de la borda…
A todo esto había caído la noche con todos sus aullidos y terrores. El huracán arreciaba por momentos. Dentro de la cámara, el capitán Aguayo no apartaba la mirada del viejo barómetro de mercurio: 715mm., ¡726mm! ¿Aquello no acabaría nunca de bajar?
Así pasó la noche tremenda y comenzó a despuntar el alba del día 8: un cielo entoldado por altas nubes de un color ceniciento. El horizonte estaba claro, sin embargo (mal síntoma: aumentaría el viento), perfectamente definido, en la medida en que permitían verlo las altas olas montuosas. Aquel amanecer no parecía traer una promesa de alivio. Al contrario; a eso de mediodía una ola enorme quebró dentro del buque con gran estruendo de catarata. Fue como una avalancha salida de un tranque potente que inundó la cubierta, sacudiéndolo todo, y que se perdió por fin, entre espumas y remolinos por los anchos imbornales. Afortunadamente ninguna trinca cedió.
A las tres de la tarde, el manejo del timón se hizo difícil, el buque arribaba en exceso debido a la fuerza de la marejada. Aumentaron, pues, la vela de popa, envergando una cuchilla en el estay del mayor. El buque quedó navegando solo con la gavia, tomada en tres risos, la trinquetilla de capeo y la vela cuchilla. Los hombres se agruparon, ateridos, en los sitios más resguardados de los palmetazos del viento. No había sido posible encender la cocina ni preparar cosa alguna. Tristemente masticaban sin hambre las galletas que a duras penas pasaban por sus gargantas resecas y apretadas. Aquellos momentos eran ya muy duros; pero no era aquello lo que los preocupaba, sino lo que vendría después: la vecindad de la muerte es algo que se anuncia y a los que no es posible no prestar atención. ¿Terminaría esta situación de una vez por todas? Veinticuatro horas habían pasado. ¿Soportaría el buque otras veinticuatro más? Corría el rumor de que el viejo contramaestre –un yanqui de velludo y descubierto pecho y mirada celeste— había dicho que el barco no estaría en condiciones…, que no resistiría…, que el suforro de la aleta de babor… se decía, se decía… y en cada uno se estaba clavando la espina demoledora de toda entereza: la duda. Miraban en torno: el mar semejaba un campo inmenso y blanco. Solo el viento, las olas, las atormentadas espumas. Se hubiera dicho que aquello estaba cubierto por remolinos de nieve, arrastrados por un viento que ninguna potencia humana podría ya detener. Las grandes olas del día anterior llevaban ahora en su cresta una segunda marejada, que, en las alturas, se quebraba y despeñaba por las empinadas laderas dando tumbos, como si corriera por un lecho de rocas. Eran reventazones altas de quince metros que se extendían por millas y millas entre los valles vidriosos de tirante espuma. No parecía posible que el “Meteoro” llegara a franquear todo aquello…
Una angustia indecible se anudó por fin en las gargantas. En tropel, llevando adelante al contramaestre, se acercaron respetuosamente al comandante. Estas cosas no estaban en lo que esta gente había previsto con su imaginación al ingresar a la Marina. Guerras, sí, heridas, combates, temporales también, pero no esto. No sabían, no podían resignarse a morir de esta manera…
Envuelto en su negro capote, chorreando agua, los esperaba el comandante con el ceño fruncido.
Luego, los tripulantes, balbuceando:
“Mi comandante…, él…, él dice que el buque…”
“Hable, contramaestre”.
Y habló. Era verdad que en la última carena había notado que las tablas del suforro estaban en mal estado. Con un tiempo semejante era probable que el buque hiciera agua por ahí…, tal vez más de la necesaria…
“¿Conoce usted bien el buque?” interrogó el comandante con voz severa.
“Sí señor, lo vi construir pieza por pieza en los Estados Unidos”. Contestó el otro con firmeza. “Es sólido. Fue hecho para corsario. Sé cuántos pernos lleva cada cuaderna; conozco su quilla, su roda… Pero con un tiempo así puede que la aleta de babor…
“Muchachos” interrumpió el comandante mirando fijamente a esta tripulación cosmopolita, compuesta de chilenos, franceses, ingleses, italianos y hasta rusos… “lo que yo puedo decirles es que estamos frente al cabo de Hornos; que debemos tratar de salir de él, y que saldremos”.
En ese instante la campana de a bordo picó las 4 P.M. No había terminado de apagarse el último toque, cuando el buque se detuvo súbitamente en su balance y quedó estremeciéndose y crujiendo en todas sus cuadernas. Acto continuo, la inmensa ola que ocasionó aquel paro, saltó por la borda como una catapulta líquida. Se oyó un solo grito ahogado de la gente que desapareció en el torbellino, sumergiendo a los 54 seres que tripulaban el “Meteoro”. Fue aquello tan rápido, que casi no alcanzó a infundir pavor. Cada cual se sujetó convulsivamente de lo que encontró a mano, mientras apretaba la boca por instinto, en un gesto de cara contraída. Después fue un zumbido burlesco del agua en los oídos; algo ajeno a la tragedia, como un hecho particular e íntimo que se llevaba a efecto en medio de un gran silencio. Al cabo de un buen tiempo emergieron, medio sofocados, de la masa espumante, sacudiendo las cabezas con gesto infantil y malhumorado. El frío del agua ni alcanzaron a percibirlo en su ensimismamiento. Pero el espectáculo que se les ofreció ahora era harto más terrorífico: el golpe del mar había barrido con todas las embarcaciones. La lancha del combés no existía; las batayolas habían sido despedazadas, y el timón, sin fuerza ninguna por la falta de viada, hacía molinetes desesperados en uno y otro sentido: el “Meteoro” –como dice el lenguaje náutico—se había dormido; lo que en lenguaje vulgar significa buenamente que se tumbó y no se volvió a levantar: la mitad de la cubierta, a sotavento, estaba bajo el agua, y las olas furibundas golpeaban por barlovento su vientre ampliamente expuesto al terrible asalto. ¡Mil demonios! ¿En qué momento haber dado muerte a esos pájaros carneros! Ahora, ni éstos se dejaban ver, ya que ellos también habían sido arrastrados por el vendaval.
El comandante fue el primero que se alzó, y subiendo de un brinco a la toldilla comenzó a dar órdenes con voz estentórea: ¡Braza la gavia en cruz! ¡Amolla la popa! ¡Diez hombres a los entrepuentes a estibar el lastre!
Con esa nueva serenidad que da la acción después de la angustia, corrió la gente desesperadamente a ejecutar las diversas maniobras.
Poco a poco el “Meteoro” fue adrizándose (levantándose) y el timón a adquirir cierta firmeza que indicaba la reanudación de la marcha. El comandante, en un gesto magnífico, no había ordenado arriar el velamen, como habría estado tentado a hacerlo cualquier otro. No; él había clavado las espuelas a su cabalgadura, obligándola a levantarse y avanzar. Los ánimos estaban tranquilos ahora, con esa suerte de indiferencia confiada que deja el peligro cuando ya ha ocurrido lo más temido, y que no puede ser peor.
¡Larga el trinquete!, ordenó el comandante. La maniobra fue ejecutada al instante. Pero la vela, en cuanto se despegó y afirmó bajo el viento, se rifó en mil jirones con un estampido seco. Ahí quedaron tremolando las deshilachadas piltrafas sobre el cielo gris.
Atardecía. Una segunda noche se venía encima y aquello no daba el menor indicio de amainar. ¿Dónde estarían ahora? Imposible saberlo sin tomar el punto, y esto no se podía hacer con ese balance y bajo un cielo cubierto. ¿Verían la luz de un nuevo día?
En más de un corazón se elevó una plegaria ferviente y una promesa desesperada: ¡que viva; es preciso que viva, siquiera hasta el amanecer! Las imágenes familiares pasaban veloces, como en la agonía. Ayer no más chanceaban, vivían su vida diaria de a bordo plena de deber cumplido, de pequeñas rivalidades, de lealtades apasionadas; dulces momentos de calma, también, después del cuarto de guardia, tendidos sobre cubierta, sintiendo ese sopor delicioso y perezoso que comunica el vaivén; suerte de arrullo de cuna que nos invita a tatarear por un tiempo la canción favorita, dejándola morir después en los labios, distraídamente, mientras la mirada se fija allá lejos en algún punto del horizonte… Todo aquello había desaparecido brutalmente bajo la intervención extraña, como la de un ser vivo, violento, dispuesto a barrer con todo lo que no fuera él; una especie de monstruo que mira de hito en hito y arrastra lejos, en una suerte de fascinación; como si esos hombres en todos los días de su malhadada vida no hubieran visto y sentido otra cosa que mar, tinieblas, viento ululante, y un cansancio en las piernas que los invitaba a dormir para siempre, perdidamente…
Las olas continuaban con sus estampidos y sus luces que caían en una lluvia de espumas, seguidas del eterno estremecimiento que hacía vibrar el buque hasta la perilla de los mástiles. Había momentos en que el viento parecía haber cesado por completo, y en que hasta se habría podido encender una vela en cubierta: ¡estaban en el fondo de una hondonada! Pero luego venía la ascensión, la subida, creciente, rápida, como un silbido o una sirena que fuera aumentando de intensidad, y entonces, los cogía nuevamente allá arriba el vendaval, escorando al bergantín y haciéndolo correr enloquecido. Las olas ya habían perdido toda dirección fija: las que el buque recibía por su amura de estribor se encontraban con las otras que pasaban por la popa, las cuales al entrechocarse a sotavento volvían atrás y se precipitaban dentro del bergantín.
Faltaba poco para que la noche acabara con las últimas luces del crepúsculo, cuando el comandante dio orden de envergar una nueva vela en el trinquete, para reemplazar la perdida. Los tripulantes chilenos y extranjeros, después de esfuerzos inauditos, consiguieron sacarla del pañol. No era fácil, porque la proa se sumergía en cada cabeceo, embarcando agua hasta la misma fogonadura del trinquete.
Cuando se ordenó envergarla allá arriba, la gente vaciló. Era un peligro de muerte el que acechaba al extremo de la verga, que subía y bajaba sacudiéndose como un potro bravío sobre el túmulo de las aguas. Los extranjeros se ofrecieron para subir hasta la cruz, pero no para llegar al penol…
Fue aquí cuando, abriéndose paso entre sus compañeros, avanzó un muchacho chileno de 23 años, más mojado que un gorrión, pero sonriendo todavía bajo ese color ceniciento que el frío y el temor imprimen en los rostros morenos y lampiños. Se llamaba José Brito, y había sido nombrado capitán de altos por su agilidad y presencia de ánimo.
“¿Te atreves Brito? Preguntó el capitán con voz firme, pero cariñosa; como deseando casi que el otro se negara…
“Sí señor; yo le envergaré el trinquete; pero deme un abrigo para no helarme allá arriba”
Y articulaba estas palabras con un visible temblor de frío en la mandíbula.
El comandante desabotonó rápidamente su levitón y lo entregó al marinero. Este pasó los brazos por las mangas con presteza y, luciendo las insignias de capitán de corbeta, subió como un mono por los obenques y siguió por el marchapié de la verga del trinquete hasta el penol que se balanceaba describiendo amplios círculos sobre el espacio. Le brillaban los ojos al “roto” y el levitón le azotaba las posaderas. Envalentonados los demás hombres con la actitud del muchacho, lo secundaron en la maniobra. La noche ya estaba encima, y desde abajo casi no se veía ya el heroico marinero, encorvado sobre la verga, laborando afanosamente en la maniobra salvadora.
Al poco tiempo bajó con toda calma, sonriendo siempre. Luego entregando la levita al comandante:
“Rebuena señor, ni se siente el frío…”
No fue más.
Con un velamen bien equilibrado, el “Meteoro” corrió el temporal durante toda la noche. Las olas corrían junto con él, y a veces, más rápidas que él, precipitándose como potros en celo sobre su grupa que crujía y se alzaba, haciéndole levantar el trasero y perderse el bauprés bajo las aguas. El cielo estaba negro y la arboladura era invisible en lo alto: la obscuridad más completa lo cubría todo.
La tripulación extenuada por la labor del día, se fue al entrepuente y logró descansar a pesar de todo, en medio de esa barahúnda que armaba el cielo y el mar. Tendido en su litera e iluminado por el farol que oscilaba hasta no saber qué ritmo escoger, el marinero José Brito dormía plácidamente sus 23 abriles, con una mano puesta con desgano sobre el pecho y las piernas abiertas. Una vaga sonrisa parecía dibujarse en sus labios gruesos… A popa, solo se oían las voces monótonas de: ¡A babor! ¡A estribor! con que el oficial de guardia ordenaba al timonel corregir el rumbo cada vez que las masas de agua hacían desviar la proa.
Con la luz del día vino progresivamente la calma, la quietud hipócrita de las aguas, avergonzadas ahora de haber mostrado tan claramente la impudicia de su lujuria nocturna. El “Meteoro” seguía siempre adelante en su ruta a velas desplegadas, cortando las aguas azules en un surco de plácidas e inocentes espumas.
Del “Pizarro” y de su comandante Hudson no se volvió a saber, ni entonces ni ahora. Se lo tragó el mar.
(Nota a pie de página del autor: Los datos precisos para escribir este capítulo fueron extractados del relato de don Juan Pomar, guardiamarina a bordo del “Meteoro”).
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