SIETE AÑOS EN LA UNIVERSIDAD DEL OCÉANO

Narración de MARIO AGUIRRE MONTALDO

(En el mes de diciembre de 2020 publicamos la primera parte de esta artículo, que hoy se presenta completo)

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Cuando uno golpea una puerta pidiendo trabajo no piensa que le abrirá un ser superior, en una especie de antesala del tribunal del conocimiento. Esto me aconteció a mí cuando, cesante, fui a pedir algunas horas de docencia a la Universidad del Océano, como antropólogo. Uno de los controladores (propietarios) de la universidad entró con aire de prestigioso e importante dignatario en su despacho decorado como el gabinete de un contraalmirante. Miró mi currículum y me observó de arriba abajo. “Siéntese”, ordenó parco y sin mirar a los ojos.

–Somos diferentes— me dijo. –Aquí impera la eficiencia de las empresas y no la desidia de la universidad fiscal. Nosotros hacemos más con menos.

Con los años comprendería que la enigmática afirmación “hacemos más con menos”, en el fondo, quería señalar que los controladores ganaban más, gastando menos. Pues bien, requerían un antropólogo para dirigir la carrera que prácticamente funcionaba acéfala, lo que comenzaba a irritar a los alumnos. Los dueños sabían manejarse en los límites de las economías para aplacar las revueltas de los estudiantes y sostener las apariencias. Don Léctor Súnica, Rector, hablaba como un marino malhumorado, con un tono arrogante y despectivo, pagado de sí mismo, con la prepotencia de un humilde ex vecino de una población del cerro Placeres de Valparaíso que se ha transformado con los años en un próspero y ambicioso empresario.

–Llamaré a mis socios para entrevistarlo, espere un momento en el pasillo—dijo, y me dejó esperando por 20 minutos.

Aburrido en la espera escuché cuando se acercaban los “socios” hablando a viva voz de inversiones financieras y asuntos de la Bolsa de Comercio incomprensibles para mí, un simple antropólogo cesante. Tras una señal entré una vez más a la oficina. Junto a don Léctor estaban allí Saúl Báez, Mauro Piña Señor y Vergio Mera. Sus preguntas no estuvieron dirigidas a mi currículum, como yo esperaba, sino a qué haría yo hipotéticamente como eventual director de la Escuela para atraer a más interesados a esta carrera, qué debería hacer para darle un sello distintivo con el objeto de conferirle ventajas competitivas y comparativas, etc. En fin, otras preguntas que apuntaban a situaciones comerciales más que académicas. Me sentía un poco perdido en este interrogatorio sin la oportunidad de mostrar mis dominios y antecedentes profesionales. Pero, bruscamente se dio por acabada la entrevista, me retiré del lugar saludando un poco confundido y se quedaron los socios, que eran a su vez los miembros de la Junta Directiva, deliberando… al menos eso dijeron que harían.

Me contrataron y me reuní en el Café Samoiedo de Viña del Mar, en una cita con aroma a un encuentro clandestino, con una colega que se haría cargo de la jefatura de la jornada vespertina. Ambos necesitábamos sentir que poseíamos una mirada crítica, solidaria y cautelosa de la puerta laboral que se abría para nosotros. Establecimos un pacto tácito de lealtad y autocuidado, que resultaría muy necesario en el futuro, como se verá más adelante. Este verdadero “pacto secreto” nos instaba a comprometer un desarrollo de alta exigencia académica en la Escuela, más allá de los intereses comerciales de los dueños y tal vez contra estos intereses. Y cumplimos cabalmente con este mandato autoimpuesto hasta el punto en que acreditamos brillantemente la carrera ante los muy exigentes pares evaluadores externos. ¡Y cómo apreciaron nuestros estudiantes esta decisión, cómo valoraban el prestigio alcanzado por su carrera! Sin embargo… a pesar de aquello… ya veremos cómo se desenvolvieron los acontecimientos para la universidad y para todos…

Los primeros años en este cargo docente fueron agradables. Los dueños no se inmiscuyeron en nuestro trabajo toda vez que las matrículas eran numerosas y llenaban las arcas del negocio. Confinados en tres pequeñas oficinas, la Escuela de Antropología y la Escuela de Educación debían convivir con estrechez en el Campus Barón de la universidad. Era un edificio antiguo y las salas de clases eran deficientes. Al comienzo, la biblioteca estaba en una pequeña bodega oscura y el casino era una cabaña en el patio. Pero todo lo anterior se compensaba con el entusiasmo de profesores bien seleccionados, el dinámico interés de los alumnos y la mística que iba rodeando a la carrera.

La Universidad del Océano debía conquistar la autonomía para terminar con las examinaciones externas o las latas revisiones aleatorias de los exámenes finales respondidos por los estudiantes. Se decía que el control ministerial destinado a preservar la calidad de la docencia en las universidades privadas era una piedra en el zapato. Con el tiempo descubrimos que no era una piedra en el zapato, sino en el bolsillo.

Tras múltiples procesos auto evaluativos y visitas de comisiones de expertos, se le concedió finalmente la autonomía a la universidad. Motivo para una tarde de fiesta y reconocimientos para funcionarios y académicos, pero especialmente, motivo para despertar el mayor de los apetitos de los controladores. Esta universidad que al inicio había tenido un perfil cercano, solidario y provinciano, se transformaría en un monstruo hambriento que desplegó sus tentáculos desde Tarapacá hasta Magallanes, sin despreciar pequeñas y humildes ciudades que jamás imaginaron tener una escuálida “sub sede” universitaria en sus calles. Como por arte de magia la Universidad del Océano abrió sedes oficiales en Arica, Iquique, Calama, Antofagasta, Copiapó, La Serena, Quillota, Maipú (Santiago), Curicó, Talca, Temuco y Punta Arenas, asociándose con empresarios locales, buscando alianzas regionales o comprometiendo su propio patrimonio (que para una empresa tal, debió ser suculento). La Junta Directiva (los dueños) nombraron “Rectores de Sede” en cada lugar. Una universidad con un variado destacamento de Rectores, cosa rara. Pero esto se comprende ahora perfectamente. Las decisiones estratégicas y comerciales de esta mega universidad la tomaban solo cuatro personas: los dueños. Pero había que sostener las apariencias y la figura del Rector de Sede resultaba funcional en cada región.

Sin embargo, las exigencias externas no habían acabado. Llegaban los procesos de acreditación institucional y los de acreditación de carreras, desafíos que obligaban a los controladores a desviar recursos a la calidad. Hay que señalar que ellos sabían hacer bien las cosas. Con las ganancias del negocio universitario crearon empresas asociadas como centros de capacitación, programas especiales, apéndices de distinto orden, pero, sobre todo, surgieron empresas inmobiliarias que arrendaban edificios a la propia universidad. Suculento negocio. Todo lo anterior muy bien encubierto y camuflado, puesto que estaba prohibido el lucro en la Educación y ellos eran muy respetuosos del espíritu de la ley, según lo declaraban.

Pero volvamos a la carrera de Antropología que era, junto a la carrera de Derecho, las verdaderas joyitas de la Sede Central con asiento en Valparaíso. La Junta Directiva, consciente del prestigio alcanzado por la carrera, nos pidió enfrentar el proceso de acreditación. Difícil tarea porque habíamos heredado un plan curricular antiguo inamovible durante el tiempo de la no autonomía y apenas estábamos en camino de reformarlo. No obstante, enfrentamos el proceso con la visita de pares evaluadores muy exigentes procedentes de tres diferentes Escuelas de Antropología muy reconocidas en el país. Y aprobamos la acreditación. Sin embargo, la CNA (Comisión Nacional de Acreditación) hizo valer este logro oficial solo para la Sede Central y no para las regiones. La universidad se las arregló con ingeniosos slogans de “marketing” para hacer creer lo contrario en regiones… Ahí empecé a darme cuenta que los controladores jugaban siempre en los márgenes de la legalidad y peor aún, que las estrategias de crecimiento y de desarrollo estaban destinadas a acrecentar el negocio más que a mejorar la educación. La Visión y la Misión de la universidad eran correctas declaraciones de principio…  que no se expresaban en terreno.

Debo decir que la carrera de Antropología contaba con profesores de primera línea, con alumnos brillantes y con métodos educativos exigentes pero eficaces. Los egresados mostraban un desempeño apropiado y competente en el mundo laboral. Se respiraba en el aire un cierto orgullo por la carrera, pero los alumnos –intuitivos- sentían que se cernía una vaga amenaza en su futuro si la universidad completa perdía terreno, como parecía que empezaba a ocurrir.

En este punto, amigo lector, hay que advertir que la Junta Directiva no era en absoluto una unidad monolítica. Cada uno de los cuatro controladores era dueño de diversas Sedes, carreras, inmuebles, negocios asociados, etc.  En algunos casos la propiedad estaba en asociación entre dos de ellos, algunas entre los cuatro. Esto generó una enmarañada red de complicaciones, con cobros y deudas cruzadas y resultó una fuente de conflictos soterrados y no tan soterrados que hicieron ruido en su crecimiento. La Sede Central, donde oficiaba la Rectoría Nacional y la Junta Directiva contaba con un total de seis equipos contables, a saber: uno por cada controlador; un equipo contable por la Sede Central; y otro equipo contable por la Universidad toda. Había sedes regionales que pagaban lo que internamente se llamaba “royalty” a los dueños, por el derecho a usar el nombre “Universidad del Océano”, oscuros resquicios para esconder parte del lucro. Y por otra parte, había que pagar a las inmobiliarias… Todo esto constituía, sin duda, una amenaza latente para que las sedes pudiesen progresar.

En efecto, los tiempos de oro y esplendor de la Universidad del Océano comenzaron a declinar severamente. Las matrículas decayeron y algunas sedes tambaleaban financieramente. La competencia, tras el surgimiento de nuevas privadas, también aportó lo suyo. Y los dueños, que no daban puntada sin hilo, dieron un giro en las políticas de la institución. Súbitamente, la universidad se transformó de pronto en una entidad muy preocupada por los estudiantes de bajos y medianos recursos, despertándose un sentimiento de solidaridad social nunca antes visto. Se implementó un “modelo pedagógico” consonante con los antecedentes académicos (PSU y notas) del nivel de los postulantes, se ofertaron créditos propios, se buscó con ahínco una acreditación institucional para acceder al CAE (crédito universal que otorgaba ¿el Estado? no, los bancos privados), hubo un evidente giro de los procesos de admisión y la publicidad se dirigió a los subvencionados y liceos. Había que captar un nuevo “segmento” de la población para sobrevivir…

Hay que admitir que la universidad hizo entonces un esfuerzo financiero y “de todo orden” para alcanzar la acreditación institucional. Y la consiguió por escaso margen con lo que pudo echar mano al CAE, platas que salvaron por un tiempo deudas y compromisos producto de su expansión desmedida, en vez de reintegrarse a su desarrollo y aportar a la calidad.

Tras la acreditación de la carrera de Antropología, los dueños me pidieron que asumiera una Rectoría de Sede que se encontraba en grave crisis organizacional, donde convivían en conflicto dos “culturas” universitarias producto de una fusión (o compra) de una pequeña universidad regional en bancarrota. Mi remuneración mejoraría considerablemente puesto que era una misión difícil, lejana geográficamente y de gran sacrificio y responsabilidad.  Tras mucho meditarlo, acepté pensando que debía cuidar mis ingresos antes de la debacle final, después de lo cual volvería a la cesantía… Pero fueron tiempos difíciles, la situación de la universidad general no mejoraba, sino al contrario. Las matrículas siguían descendiendo y varias sedes comenzaron a declararse insolventes. En este cargo, de aparente pompa académica pero que en rigor era como un mero representante de la Junta Directiva, conocí “por dentro” el oscuro funcionamiento del negocio. Hubo un sinfín de medidas y decisiones de las que yo me enteraba en los pasillos o en los avisos publicitarios, como la sorpresiva apertura de nuevas carreras, en aquellos intentos desesperados de los dueños por hacer caja. Y sin embargo debía recibir apoderados angustiados o indignados a quienes las instituciones financieras le protestaban las letras que la universidad había vendido en paquetes para obtener liquidez, lo que llamaban elegantemente “Factoring”. Defendí a los académicos y directivos que trataban de salvar la Escuela de Medicina sin recursos suficientes para sostener aquella carrera de alta complejidad y me gané el repudio Léctor Súnica y demás dueños. Intenté darle curso a la voz de los académicos y los defendí de sus situaciones impagas, en especial a todos aquellos que cobraban a honorarios. En fin, muchas situaciones más que no viene al caso detallar, todas ellas irregulares. Como se comprenderá, la situación se tornó insoportable e humanamente indigna y decidí renunciar… En vez de ello finalmente me autodespedí (recurso legal que desconocía) y demandé a la Universidad por incumplimiento de leyes laborales y por abusos, todos acreditados en mis sistemáticas quejas enviadas a través del correo electrónico institucional y que conservé celosamente. Varios meses después fueron innumerables directivos, académicos y funcionarios que siguieron este camino.

Era hora de abrir un pequeño restorán italiano en el centro de Villa Alemana, donde fui feliz mientras duró hasta su exitosa venta.

Léctor Súnica fue detenido y procesado por cohecho y otras figuras delictuales. De los otros tres no supe más. Súnica, que poseía una mansión fastuosa en Reñaca (prototipo de nuevo rico), goza de plena libertad y la verdad es que no sé si habrá asistido a alguna clase de ética, o presentó justificativo. Lo cierto es que, antes de su detención, había copiado en su Facebook un artículo de un señor que justificaba la educación superior como objeto de comercio.

Me parece que castigar a la Universidad del Océano, durante el gobierno de Piñera, fue una señal de “probidad” para el público incauto, una falsa señal de que se escuchaba el clamor de los estudiantes chilenos en las calles, pero constituyó especialmente un mensaje para otras privadas que hacían lo mismo, para que cuidaran las apariencias con mayor prolijidad.

En fin, una universidad que partió en sus inicios como un ejemplo de lujo, acabó siendo un ejemplo de lucro.

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10 thoughts on “SIETE AÑOS EN LA UNIVERSIDAD DEL OCÉANO

  • 18/08/2022 at 11:02
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    Respecto a la Universidad, no queda nada más que decir! Es un tiempo excelente por los colegas, pero tarde nos dimos cuenta del negocio. Faltaron cosas por decir, pero me queda la convicción de que fui parte importante y preparada academicame para dar lo mejor de nosotros, creyendo que hacíamos patria.
    Tenemos excelentes profesionales gracias a nosotros y a ti Mario, por tu esfuerzo.

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  • 18/08/2022 at 16:26
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    Estimado Mario. Creo que en un 99,9% reconozco al tal Saúl Báez. Lamentablemente conocí a su familia en tiempos que eran correctos emprendedores y nunca pensé que podrían alcanzar tal canallada. Cuando me enteré al grado de pillerías a que llegaron, experimenté una triste realidad, no sentí absolutamente nada cuando dejaron este mundo. Basta con informarse de las sociedades cruzadas que fueron creando en sus ambiciosas tropelías.
    Realmente te felicito. No te ensuciaste las manos ni la conciencia.

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  • 18/08/2022 at 18:00
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    Notable relato. Y necesario para la memoria colectiva que tiende a dormir en la amnesia.

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  • 18/08/2022 at 21:30
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    Gracias Mario, por tu narrativa, consciente y comprometida con la ética y el buen hacer de un verdadero docente.
    Lo que relatas sobre esos “controladores” da cuenta de uno de los pecados capitales del capital y los capitalistas: La Lujuria… nunca he entendido porque a ese tipo de personajes se les llama dignatarios…

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  • 19/08/2022 at 10:07
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    Muy bueno. Para reir y para llorar.

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  • 20/08/2022 at 00:27
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    GENIAL MARIO! PARECE UNA PESADILLA Y NO LO ES. ES LA REALIDAD. HASTA QUE APROBEMOS DESPERTAR.

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  • 20/08/2022 at 17:36
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    Una buena ilustración a lo que se ha llegado en nuestro país en este ámbito, no diferente por cierto del resto de “la Corea del Norte del capitalismo”, como tan bien definieron al Chile de hoy nuestro recordado Ricarte Soto y José Maza.

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  • 21/08/2022 at 10:46
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    Brillante cuento. Qué imaginación. Todo es una mera fantasía, porque Mario ha sido muy cuidadoso. La realidad fue mucho peor. Centenares de buenos profesionales quedaron decepcionados y desamparados sin alma mater. Centenares de funcionarios quedaron cesantes e impagos en sus leyes sociales. Los liquidadores tras la quiebra pagaron a los acreedores dejando en segundo plano a las personas, los funcionarios que por años dieron la vida por la Universidad, a pesar de haber estado mal pagados… Desde Iquique, saludos.

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  • 22/08/2022 at 14:44
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    Ester Sepúlveda, a quien saludo con respeto y admiración por su claridad, pone el dedo en la yaga, que no se cura en este país, donde la Educación, en todos sus niveles, desgraciadamente sigue siendo un bien de consumo, y no un Derecho Social, como lo fue en los años 60 / 73 del siglo pasado.
    Espero que la consciencia de las gentes responsables, tenga en cuenta esta cuestión fundamental al ir a votar el 4 de septiembre. Tenemos dos opciones, y una sola oportunidad: APRUEBO PARA CONSEGUIR DERECHOS SOCIALES, O
    RECHAZO, PARA QUEDARNOS ANCLADAS Y ANCLADOS EN 1980…
    Gracias Mario por publicar lo importante

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  • 16/01/2023 at 19:18
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    Ester habla de “quiebra”… Así fue efectivamente, lo que muestra que más que universidades las privadas son empresas.

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